La chinaza del masaje
Quien puede, puede; quien no que aplauda.
Hola. Mucho gusto. Soy Marianella. En esta parte del mundo, mi nombre es difícil de pronunciar. Me gusta cómo suena cada intento.
Parece el medio día, pero son apenas las 4:03 a.m. en Sydney, New South Wales. He amanecido sin pijama. La hora en la que me la quité es incierta. La razón también, ya que el frío me traspasa los huesos.
Minúsculos zumbidos y aleteos desesperados atacan sorpresivamente al silencio de mi habitación y tratan de escapar de la escena del crimen por las gigantescas ventanas. Es un error. Aquellas moscas morirán allí, ante el cruel reflejo de la libertad y las blancas persianas que limpiaré más tarde silbando.
El vapor del hervidor eléctrico canta subiendo de tonalidad de a pocos despertándome del estupor, recordándome que solo necesito una buena taza de té para estar bien.
Me siento en mi sillón marrón. Lo he conseguido de segunda en una página llamada Gumtree, a un precio que parecía más una excusa para regalarlo. Este acogedor usurpador es muy parecido al que tengo en casa, al otro lado del planeta, en mi pedacito de tierra llamado Perú.
Mi novia Ana y yo vivimos en la ciudad de Sydney desde hace un par de meses. Mi familia reside aquí desde hace más de diez años. No ha sido una decisión fácil mudarnos y reencontrarme con ellos. La tristeza y la añoranza crea cada madrugada como esta una presión en mi garganta complicada de disolver casi siempre a la misma hora. Esta vez Ana y yo hemos salido de viaje y no hemos regresado a casa. Sin embargo, el miedo puede más. Mucho más.
¡Extraño reír a carcajadas! ¿Hace cuánto mi risa no suena atropellando a mi lengua? Sé que mis dedos sonámbulos golpeándose contra el teclado pueden aplacar estos días sombríos y confusos. Tengo la solución. Debo escribir. Otra vez. No tengo opción. ¿Qué es la vida sino episodios que debes tomar con humor? La respuesta a esta pregunta me define. Me encuentra. Así que heme aquí para ello. Contigo, aunque no te conozca, riéndome de mi. ¿Te gustaría una historia? Tal vez la necesites. Tal vez yo la necesite más que tú.
Esto es: ANA, ME & AUSTRALIA _____________________________________________________________________________
Mi novia Ana y yo somos exageradamente diferentes. Quienes nos conocen pueden dar fe de ello. Ella escoge la comida que comerá, de acuerdo a las propiedades y beneficios que le brindará a su cuerpo. Yo con un chicharrón de chancho con su camotito bien frito, vivo en la puta gloria. El deporte es una pieza fundamental en sus días, la ayuda a tener un balance anímico y laboral día a día. A mí en cambio, me gusta pasar las horas leyendo, desparramada como mantequilla en sartén a mis viejos libros de Edgar Allan Poe. ¡Puto Poe! Está maravillosamente loco. Ella ama el sol y broncearse en la playa. A mí me encanta el frío y las frazadas bien pesadas. Su pasión es manejar por inmensas carreteras a mil por hora. Yo sufro de colapsos nerviosos con cada sonido equívoco de claxon martillando mis oídos y se me afloja el estómago cada vez que me pongo frente al volante.
Ana y yo somos diferentes incluso en el "sexo".
Los dos primeros años éramos acróbatas olímpicas en cada encuentro. Maestras circenses en volteretas imposibles. Más flexibles que monos de feria con calambre. Por desgracia, con el pasar de los años, mi vida sexual ha variado. Yo veo el sexo como un vaso con agua y Ana como un vaso con Whisky. Yo creo que las relaciones sexuales son una necesidad diaria del cuerpo, así como comer o ir al baño. Ana necesita un momento especial, épico o casi majestuoso para entregarse al manjar de la carne. Yo me prendo mirando una película de terror de una estrella en Netflix como Babadook o cocinando huevos fritos. A Ella sin romance no le tocas un pelo. Por supuesto, a lo largo de estos casi cinco años a su lado, yo he aprendido a apreciar las melodías melosas de Jack Johnson y las infaltables velas de vainilla puestas estratégicamente en escena y ella a tomarse más a la ligera un polvo matutino.
¡Una o dos veces a la semana no está nada mal! – Me decían mis amigas sobrevivientes de toda la vida desmayándose de risa cuando les contaba mi ínfima tragedia sexual. Me convencieron a pura zamaqueada verbal que me estaba quejando por las huevas y hasta terminé felicitándome mentalmente por mi labor de mantenimiento amoroso cuando me contaron sus propias desventuras al respecto. Sin embargo, con todo el tema repentino de la mudanza a Australia y la incertidumbre propia de un cambio tan grande, digámoslo claramente, mi vida sexual es como la Coca Cola, antes era normal, después light y ahora zero.
Aquí empieza mi penosa historia. ______________________________________________________________________________
“No importa la probabilidad de un evento si sus consecuencias son demasiado costosas para afrontarlas” - Nassim Taleb.
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Australia es un lugar maravilloso, con grandes bondades y oportunidades. Una cachetada a la pobreza de mi país a veces. De hermosos paisajes y abundante vegetación en sus calles. Ceremonial y respetuoso en su trato. Contiene más de doscientas culturas en su suelo. Jamás he escuchado tantos idiomas en mi vida, como caminando un par de cuadras por la ciudad.
Un día por la tarde, Ana y yo andábamos vagando extasiadas por el centro de Sydney. Tomábamos fotos a diestra y siniestra, comíamos con avidez lo que se nos cruzara. Caminábamos felices de la mano por una calle transitada donde no éramos ninguna atracción de circo. Sorprendidas porque nadie nos metía la cara y nos decía algo obsceno. Una terrible forma de vivir a la que estábamos acostumbradas.
Nos quedamos boquiabiertas contemplando un enorme edificio tapizado con plantas de pies a cabeza. Parecía un hermoso árbol rectangular. Íbamos admirándolo, cuando de pronto, al girar una acera hacia la izquierda, nos encontramos en la ciudad de Shanghái. Bueno, una réplica pintoresca en el corazón de Sydney. Me inundó el recuerdo del olor de sus exquisitos guisos. Sus letreros luminosos y coloridos. Su gente, enigmática y silenciosa. Mi corazón revoloteo en cada tiendecilla y puesto de China Town aquel día.
Ana aquel día sonreía más que de costumbre y me dijo: - Te tengo una sorpresa. - ¿Qué más sorpresa que esta? – Pregunté intrigada rebuscando en sus ojos y rellenándome la boca con unas bolitas chinas rellenas de crema que me alocan. Ella miró hacia una casa, que asemejaba a un enorme cubo negro con ventanas. Segundos después de imaginarme cientos de posibilidades y mordiéndole los cachetes para que confiese, entramos al lugar.
Por dentro era una casa muy brillante. El piso brillaba. Las paredes de vidrio brillaban. El techo brillaba. Creo que hasta yo brillaba.
Una melodía tenue y exótica recorría la estancia. Una mujer sonriente y de zapatos altísimos nos pidió tomar asiento con tantísima amabilidad que no sabía si sentarme o abrazarla.
Ana estaba emocionadísima y yo ya estaba deslizándome en el sillón para hacerle cosquillas y sacarle la verdad, cuando de pronto dijo: - Mi amor, hemos tenido muchos momentos difíciles y me gustaría que sepas que pienso en ti, y que lo único que me importa, es que te sientas bien. La forma es lo de menos. Disfruta.
Días antes de esta escena, Ana y yo habíamos conversado arduamente sobre la carencia de sexo en nuestra relación. Mi posición era distinta a la de ella, yo estaba preocupada y con los pelos de punta, porque la situación se me hacía un Dejavú al que le tengo pánico. En aquella conversación, le confesé a Ana esa parte de mi historia. Ya me había pasado. Ya había perdido un amor por que dejé de sentir. Parecía que volvía al camino de aquel mismo hoyo. La actitud conciliadora de mi novia me hacía añicos los nervios. No me siento orgullosa, pero entre toda la cursilería llorona que le proferí, también deslicé la violenta idea de que tal vez ella no estaba siendo creativa a la hora de amarnos y que necesitaba más apertura de mente de su parte para no caer en la temida rutina. Como si la culpabilidad de un suceso de pareja se pudiera llevar solo en un par de hombros.
- “Te miro y tengo miedo de perderte. Te amo como jamás amé a nadie hasta hoy, y siento que estoy dentro de un sistema al que no puedo burlar. Te amo, me amas, lo hacemos, pasan los años, ya no lo hacemos y todo empieza a tornarse raro y te vas y me voy, y todo vuelve a girar, como un reloj demasiado alto al que no puedo alcanzar. No quiero que duela así o más otra vez”.
- “Hay millones de cosas más importantes entre tú y yo. Todo volverá a su lugar. Deja que suceda. No me iré. No te irás. Te amo para siempre. Yo no soy ella. Que nos importa lo de antes si ahora estamos por fin juntas”.
Días más tarde, estábamos en aquel cubo negro gigante, brillante por dentro y Ana estaba diciéndome, mirándome fijamente que quería que disfrutara y que haría lo que fuere para no perderme.
Ana terminaba la frase y mis interrogantes volaban por todo el lugar, cuando de pronto apareció ella.
Jamás vi una piel tan lozana. Su rostro inexpresivo asemejaba al de una muñeca de porcelana. Estaba vestida con una hermosa bata blanca y ligera que no dibujaba su cuerpo. Utilizaba unas sandalias extrañas muy delgadas y con plataforma de madera. Me pareció verla sonreír, con una mueca monalisesca segundos antes de tomarme la mano y pedirme que la acompañara, sin decirme una palabra.
Miré a Ana mientras caminaba torpemente al lado de la esbelta joven, tratando de preguntarle con mis ojos desesperados: ¿A dónde carajos me has traído? ¿Qué es esto? Pero mi querida novia solo sonreía pícaramente y me decía sin sonido en su voz: Disfruta. Disfruta.
Pasamos por un pasillo largo y de luz amarilla. El incienso se hacía cada vez más persistente en mi nariz. Creo que íbamos lento porque sus extraños zapatitos pesaban. Entramos a una habitación enchapada en su totalidad en madera, de luces tenues y acogedora belleza. Al ver la camilla de masajes y las toallas blancas perfectamente dobladas sobre ella, me sentí la más estúpida de las criaturas sobre la faz de la tierra. Había creído que Ana, mi novia, me había contratado a una musa del placer. ¿Qué me había llevado a tan absurda posibilidad? ¿Qué tenía en la cabeza? ¿Acaso hubiera preferido en lo más recóndito de mi mente que fuera cierto?
Respiré y le sonreí a la linda masajista. Susurré un tímido gracias en inglés y me hizo una venia, cerrando los ojos unos instantes e inclinando ligeramente su cuerpo hacia mí. Ya sin los pequeños zapatitos parecía caminar en el aire. Me desvestí y me puse una bata que me señaló delicadamente. Me senté en una silla que era más cómoda de lo que parecía, ella se agachó para quitarme los zapatos y tocó mis pies con una sutileza tan pura, que sentí que me desvanecía.
Podía ver desde mi posición privilegiada sus pestañas rizadas con esmero. Me quitó la bata, me acomodó boca abajo en la camilla y me cubrió con dos toallas calientes. Vi sus piececillos acercarse hacia mi espalda y de pronto no los vi más. Se había subido a mi espalda y apenas sentí su ligerísimo peso. Adiviné que se despojaba de aquella ancha bata que para nada la favorecía. Se soltó el pelo y tanto ellos como sus manos empezaron a apoderarse de mi cuello.Sus dedos hacían cada vez más presión y todo su cuerpo se contorneaba sobre mí.
¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Mi mente desatinada había tenido razón todo este tiempo? ¿Ana me había llevado a recibir placer por otros medios?
Saqué la cara del agujero de la camilla y me atreví a preguntarle qué estaba haciendo. No entendió mi inglés masticado y se bajó de mi espalda para ver si estaba bien. Me quedé paralizada. Su cuerpo era prodigioso y apenas la cubría un par de telas entrelazadas. No cabía duda. Mi novia se había vuelto loca.
En aquellos segundos pensé: ¿Qué más da? Te está dando el permiso de poder tocar a alguien más, sin reclamos ni consecuencias. ¡Aprovecha la puta ocasión y celebra! ¡Cuanta cucufatería en tus venas doña cojuda!
Le hice un ademán, y un gesto como si nada pasara y que por favor prosiga. Volvió a subirse sobre mí e inició el proceso otra vez. Empecé a sentirme excitada cuando llegó a las piernas y suavemente me invitó a ponerme boca arriba. Cerré los ojos, relajé todo el cuerpo y me concentré en sentir.
La risa de Ana un día de lluvia traspasó de pronto mi cabeza. El recuerdo de un jabón que no encontrábamos en la ducha se disparó en mi mente. Un desayuno demasiado nutritivo para mi gusto. Un corte de pelo muy mal hecho. Una cama demasiado grande desarmada. Un apretón de dedos que casi los pulveriza en una turbulencia de avión. Sus enormes ojos. Su nariz demasiado pequeña. Su boca que con un beso chiquito se come a la mía. Ella. Ana. Mierda.
Paré todo de la manera más amable. - No puedo - le dije en español. Me miró con cara de extrañeza y me señaló un diminuto reloj. Entendí y le dije que no necesitaba más. Me vestí rápidamente como antaño. La miré por última vez y le dije: - ¡Gracias!
Cuando salí, caminé rápidamente hacia Ana, que yacía en un sillón, leyendo una revista y tomando alguna hierba aromática en una taza demasiado blanca.
- Amor.
- ¿Y? ¿Cómo te fue? – Levantándose y prensándose de mi cuello.
- No lo hice. No pude. No podría hacerlo. Tuve ganas, lo pensé es cierto, pero no. Te quiero a ti, cuando sea, ya no importa. Cuando tú quieras – le dije abrazándola.
Desde aquella vez estamos estudiando inglés. Ana no pidió el servicio con "final feliz" y nadie entendió su reclamo a grito pelado en recepción. Ni siquiera usando el traductor. Estuvo molesta una semana entera y aunque no hice nada, cada vez que se acuerda, voltea y me dice: "Tuve ganas, lo pensé es cierto, pero no".
Nunca sabré si el masaje era “especial” o es que yo malinterpreté todo. Eso sí, Ana no ha vuelto a hacerme masajes y me ha dicho que, aunque me parta un rayo no volverá a hacerlo. Perra vida la mía.
Marianella Castro.